Cómo logró Estados Unidos acelerar su campaña de vacunación masiva

En centros médicos y hospitales, en farmacias, en colegios y hasta en campos de béisbol, de lunes a domingo y en fiestas de guardar, la campaña de vacunación en Estados Unidos ha acelerado hasta administrar cerca de tres millones de inyecciones diarias. Desde que comenzó en diciembre, 101,8 millones de personas (el 30% de la población) han recibido al menos una dosis y, de estas, casi 58 millones se encuentran ya completamente vacunadas. Menudean las noticias de Estados que amplían el abanico de ciudadanos que pueden optar a la inoculación, reforzando esta sensación de que, por fin, cambia el paso en esta larga y penosa crisis: Nueva York comenzó con los treintañeros la semana pasada y lo hará con los mayores de 16 a partir de este martes; Texas ya ha ampliado la cobertura para cualquier adulto y la mayoría de los Estados lo hará antes de que acabe abril.

“No conozco a ningún experto en medicina, virología o vacunas que hubiese podido predecir que, en un solo año, tendríamos tres vacunas efectivas y ya habría cientos de millones de personas vacunadas en el país. Es algo milagroso y sorprendente”, explica por teléfono el doctor Robert Wachter, jefe del departamento de Medicina de la Universidad de California.

Estados Unidos, que fracasó en la contención del virus y ha rebasado ya la cifra de 550.000 fallecidos, sí ha hecho una demostración de poderío científico y económico en la carrera de las vacunas. En las claves del —hoy por hoy— éxito se combinan factores múltiples y diversos, que van desde la inyección multimillonaria del Gobierno federal, que se atrevió a compartir los riesgos con la industria farmacéutica, hasta una ley que permite la intervención en la producción de las fábricas que data de la Guerra de Corea, pasando por alianzas contra natura de empresas rivales. E incluyendo algunas contribuciones individuales tan made in USA como la de la estrella del country Dolly Parton y, dicho sea de paso, una guinda de “América, primero” en la política comercial.

La llamada Operation Warp Speed (cuyo nombre alude a la fantasía, tomado de la ciencia ficción, de viajar a velocidades superiores a la de la luz) ha sido, hasta para los expertos más críticos con Donald Trump, un acierto de la Administración republicana dentro de una gestión errática de la pandemia. Consistía, básicamente, en entregar más de 10.000 de millones de dólares a un grupo de compañías farmacéuticas para que investigasen y desarrollasen esas vacunas, con colosales preacuerdos de compra sin ninguna garantía de eficacia. Para Amesh Adalja, experto en enfermedades infecciosas de la escuela de Salud Pública Johns Hopkins Bloomberg, “ese es probablemente el factor que ha marcado la mayor diferencia entre Estados Unidos y muchos otros países, aunque Reino Unido e Israel estén vacunando más rápido. El Gobierno se aseguró dosis de una vacuna cuando aún no sabían si iban a funcionar y algunas no están aún siquiera aprobadas por la Agencia Estadounidense del Medicamento (FDA, en sus siglas en inglés)”.

Vacunación en el Mercedes-Benz Stadium de Atlanta (Georgia).
Vacunación en el Mercedes-Benz Stadium de Atlanta (Georgia). BRYNN ANDERSON / AP

En julio, por ejemplo, el Ejecutivo anunció el acuerdo de compra de 100 millones de dosis de la vacuna desarrollada por Pfizer-BioNTech por 1.950 millones de dólares, con la opción de comprar 500 millones más. La de Moderna es la que ha recibido mayor financiación pública. Promovida en colaboración con investigadores del Gobierno, obtuvo nos 955 millones de dólares para su desarrollo y 1.500 millones para la fabricación, distribución y entrega de 100 millones de dosis. (Es en esta en la que Dolly Parton también puso su grano de arena). A Johnson & Johnson la Administración le entregó más de 450 millones para desarrollo y 1.000 millones para producción y distribución, con un pedido de 100 millones de dosis incluido en ese montante. A Astrazeneca y Oxford les inyectaron 1.200 millones para investigación, producción y preorden de 300 millones de dosis. A Sanofi y GSK, 2.000 millones. A Novavax, 1.600 millones. Estas dos últimas están pendientes aún de lograr su primera vacuna en el mercado.

“Todo esto podría haber sido un escándalo si las vacunas no hubiesen funcionado, pero ha salido bien”, apunta el doctor Wachter.

Una ley de la Guerra de Corea

Las primeras partidas se fabricaron con la ayuda de la Ley de Defensa de la Producción, una norma que data de la Guerra de Corea (1950) y que concede al presidente de Estados Unidos potestad para obligar a las empresas a aceptar y priorizar contratos necesarios para la defensa nacional. La pandemia llevó a la Casa Blanca a invocarla, primero para acelerar la producción de mascarillas y luego para asegurar ciertos materiales para la producción de la vacuna.

Aun así, la primera fase de la distribución se desarrolló con una lentitud decepcionante. La Administración de Trump se había comprometido a terminar 2020 con 20 millones de ciudadanos inmunizados y la cifra apenas superó los dos millones y medio. Fracasó lo que los expertos llaman “la última milla de la vacunación”, es decir, el tramo que va de la vacuna a la persona vacunada. “Se puso mucho énfasis en la compra, pero luego no se planeó bien la distribución a los Estados, ni el personal ni la financiación necesaria para administrarla”, opina el profesor Adalja, de la Johns Hopkins.

Con la nueva Administración demócrata, inaugurada el 20 de enero, Estados Unidos apretó el acelerador. Por una parte, reforzó las ayudas a los Estados y multiplicó los centros de vacunación federales y apostó por la red de farmacias de proximidad; por otra, el conjunto del sistema y las autoridades habían aprendido a hacerlo mejor tras los primeros meses. Al poco de llegar a la Casa Blanca, Moderna anunció que podría entregar 200 millones de dosis hacia finales de mayo, un mes antes de lo previsto.

Además, el equipo de Biden tomó dos decisiones cruciales. Echó mano de nuevo de la Ley de Defensa de la Producción para facilitar que Pfizer obtuviese la maquinaria necesaria para expandir su planta de Kalamazoo (Michigan) y presionó a un proveedor de J&J para que trabajase contra reloj y recuperase el retraso que acumulaba la compañía por el atasco en la parte de envase del producto. Ha auspiciado, además, una singular alianza entre esta empresa y su rival, Merck, para que la segunda ayude a fabricar la vacuna a la primera. Según Merck, el Gobierno ayudará con 269 millones de dólares para adaptar sus instalaciones.

Sin exportación de vacunas

El presidente Biden definió este acuerdo entre competidores como “el tipo de colaboraciones que vimos en la Segunda Guerra Mundial. Los 100 millones de dosis que prometió sen sus 100 primeros días en la Casa Blanca, una previsión calculadamente prudente, llegaron a los brazos de los estadounidenses hace semanas y probablemente cumpla esos 100 días de mandato consiguiendo el doble de lo prometido, 200 millones de dosis. Cree que puede haber vacunas para todos a finales de mayo y que el próximo 4 de julio sea algo más que la conmemoración del Día de la Independencia de Estados Unidos, el cumpleaños de este país: espera que sirva para celebrar la independencia del virus.

En este escenario de optimismo, crece la presión para que Washington ayude a países con problemas de suministro. Estados Unidos administra las vacunas de Pfizer, Moderna y J&J, aunque dispone de millones de dosis de AstraZeneca, que aún no ha sido aprobada por la FDA. El doctor Anthony Fauci, director del Instituto de Alergología y Enfermedades Infecciosas y asesor de referencia para Trump y para Biden, calcula que Estados Unidos podría cubrir sus necesidades sin necesidad de recurrir a las unidades de AstraZeneca. De momento, el Gobierno exportará 2,5 millones de ellas a México y 1,5 millones a Canadá, sus vecinos y socios del acuerdo comercial suscrito en el Tratado del Atlántico Norte.

Biden se ha comprometido a proporcionar apoyo financiero a otras empresas, como la india Biological E, para fabricar más, en un acuerdo anunciado en la cumbre Quad, una reunión virtual para abordar este asunto en la que participaron EE UU, India, Japón y Australia.

La diplomacia de la vacuna no ha ido, de momento, mucho más allá. “Si tenemos superávit, vamos a compartirlo con el resto del mundo”, señaló Biden el pasado marzo. “Primero vamos a asegurarnos de que nos podemos ocupar de los americanos, pero después vamos a intentar ayudar al resto del mundo”, añadió.

Con la actual velocidad de crucero, la inmunización de los estadounidenses podría llegar al 90% finales de julio, aunque persisten los riesgos y los desafíos. “Aún nos encontramos con un 20% o 25% de la población reticente a la vacuna, también vemos fallos puntuales en el sistema [como los 15 millones de dosis de J&J arruinados esta semana por un error humano] y estamos suministrando la vacuna en horarios de banco, cuando deberíamos hacerlo en jornadas de 16 y 18 horas. Esta es una carrera contra el virus y sus variantes”, opina el director del grupo de investigación de vacunas de la Clínica Mayo, Gregory Poland, asesor también de varias compañías farmacéuticas. “El otro problema”, añade, “es que cada Estado lo hace de forma diferente. A su juicio, “la idea de ir pasando de fase en fase y de grupo en grupo es atractiva intelectualmente, pero lo que necesitas es cuantas más primeras dosis en los brazos, mejor”.

La fatiga de este largo año de pandemia y restricciones entraña el último peligro. La vacunación no avanza tan rápido como las ganas de normalidad y los contagios han vuelto a subir —a un ritmo de 65.000 casos por día la semana pasada—, cerca del pico del verano pasado, mientras muchos Estados han empezado a relajar las restricciones.

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